Mi jardín arrasado

El huracán Kikina pasó hoy por la puerta de mi casa. No provocó daños materiales ni víctimas, ni siquiera lesionados. Pero, extrañamente, convirtió la escena en un manicomio.

No dejó un solo capullo de las decenas que se paseaban antes de su advenimiento. Capullos de las más bellas flores, a punto de explotar, de conseguir el esplendor, fueron arrasados por ráfagas leves, de un huracán devaluado, muy venido a menos.

El jardín de mi casa, entonces, se quedó sin flores. Mi vista se entristeció, comenzó a buscar algún objetivo atractivo hacia mi interior pero salió rápidamente al encontrarse nada más que un desierto de cactus llenos de espinas.

Afuera, todo había cambiado: hombres raros jugando con impresionantes chorros de agua, a pesar del bajón térmico que produjo el temporalito seco. Y otros hombres mojándose al tratar torpemente de evitar el flujo escupido por gordas y largas mangueras.

Me voy a dormir con la esperanza de que el sol de la mañana de mañana me devuelva la belleza, que reinstale los capullos, que los provoque hasta el punto de hacerlos estallar esplendorosos, justo delante de mis retinas, como me gusta.

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