Berrinche navideño

-Sabés que las zapatillas baratas no me van, me raspan el callo, se me termina lastimando el pie y sufro como condenada. No hay caso, sos un pelotudo, hace 20 años que me conocés y todavía no me hiciste un regalo como la gente –cruzando una calle de la esquina más transitada del pueblo, en las vísperas de la Navidad de 2007, una mujer de unos 40 años, se dirigía en esos términos a un hombre unos 10 años mayor que caminaba al mismo ritmo, separado por una bella adolescente de la enfurecida señora.
-Bueno, la próxima te doy la plata y te comprás lo que se cante, a mi me gustaron las zapatillas, creí que te quedarían bien con las calzas que te regaló tu hermana, pero veo que no pego una con vos –replicó el caballero en un tono mucho más bajo que el de la mujer.
-Perdete la plata en el culo, lo que tenés que hacer es conocerme, prestarme atención, no sabés que me gusta, lo que necesito, no sabés nada de mi –siguió agresiva e intransigente la morocha, de rulos difíciles y marcas indelebles de un intensivo cuidado del rostro.
-Esperá un poco mamá, las zapatillas las elegí yo, no son baratas y están buenísimas. Son anatómicas, pero si no las querés me las dejo para mi y elegimos otra cosa que a vos te guste, lo único que queremos es que estés contenta –interrumpió la chica que caminaba entre la pareja- porque te queremos. El papi no tiene nada que ver, yo le insistí que te comprara las zapatillas, fijate que son amplias en la punta, no te van a lastimar, y combinan perfecto con la calza y los jeans. Probátelas y si te molestan me las dejo yo ¿Si?
-Y vos para qué te metés, si querés unas zapatillas comprátelas y listo –retrucó a viva voz la mujer de los bucles atrayendo la atención de decenas de transeúntes que recorrían el centro del pueblo en búsqueda de provisiones navideñas.
-No hagas papelones mamá, por favor –imploró susurrando al oído de su madre la piba.

La señora no estaba de ánimo como para medir su actuación con ojos ajenos, así que en lugar de atender el consejo de su hija estalló en un llanto y gritó más fuerte que antes.

-La gente no me importa nada –pronunció mientras agitaba todo el cuerpo al ritmo de violentos movimientos de brazos-.
-Mariela tiene razón vamos a hablar a casa, por favor –rogó el hombre, mirando a la muchedumbre que ya rodeaba la escena como si estuviera pidiendo piedad o al menos comprensión-.

Mientras se desarrollaba la discusión, la pareja y la adolescente seguían caminando con pasos lentos e interrumpidos en las partes más álgidas del entredicho. Ni cuenta se dieron que pasaron por la puerta del supermercado al que se dirigían a comprar la canasta navideña. Pero frente al casino debieron darle explicaciones a la policía que custodiaba la entrada, quien intervino solamente porque más de un mirón se lo pidió.

-Disculpe señorita, tenemos un mal día, a todos nos pasa ¿No? –esgrimió el marido visiblemente avergonzado por lo que estaba pasando.
-Toda mi vida está mal, desde hace 20 años que está mal –vociferó desencajada la mujer.
-¿Está seguro que puede manejar la situación? Tendríamos que pedir ayuda profesional ¿Qué le parece? –ofreció al hombre la corpulenta uniformada, de voz ronca y nula expresión en el rostro.
-Está todo bien, a media cuadra está el auto, cuando lleguemos a casa vamos a solucionar todo. No se preocupe, cualquier cosa llamamos por teléfono al 911, muchas gracias igual –dijo la bella niña y antes de escuchar la respuesta de la policía apuró el tranco llevando a su madre del brazo.
-Dejame, puedo ir sola –continuó enfurecida la señora, aunque ya no gritaba ni gesticulaba.
-Llamá al 101, todavía no funciona el 911 –aclaró la mujer policía provocando una risa ponzoñosa de un viejo militante de los derechos humanos (crítico del discurso policiaco del Gobierno) que pasaba por el lugar pero sin ser escuchada por la familia conflictuada.

A unos 50 metros del casino, o tal vez un poco más lejos, la pareja de la pelea se subió a un imponente auto importado, mientras la chica siguió caminando hasta desaparecer de la vereda al entrar a la boutique de ropa informal de moda en el pueblo. Al cabo de 15 minutos, el hombre y la mujer descendieron del auto, ambos por la puerta de la derecha. Se fundieron en un feroz abrazo y regresaron al supermercado adonde llenaron un carro con turrones, panes dulces, tres conejos, variedad de verduras y algunas botellas, entre las que sobresalía una de champán Barón V.
Al mismo tiempo que la pareja recorría las góndolas, varios espectadores de la ruidosa discusión que estaban en el negocio miraban sorprendidos: la señora seguía cada una de las indicaciones de su marido y, lo más llamativo para el resto de los clientes del centro comercial, caminaba sobre unas zapatillas indudablemente recién estrenadas.

La mujer maravilla

La última dictadura de las Fuerzas Armadas de Argentina se caía a pedazos, a pesar del esfuerzo de las maestras de mi escuela primaria por enseñarnos a respetar a los tiranos usurpadores del poder. La guerra de Malvinas transcurría en mi mente como una película fantasiosa de Hollywood en la que los muertos en pantalla se levantaban ni bien se escuchaba el clásico "corten" del director. Los poros de la piel de mi cara comenzaban a agigantarse preparando el terreno para los tres pelos que insinuarían el advenimiento de mi barba. La presencia femenina dejaba de molestar, se iba haciendo lentamente necesaria y cada vez con mayor insistencia provocaba extraños cosquilleos que descendían desde las inmediaciones del corazón hasta el pito, sometido ya repetidamente a una seguidilla incuantificable de pajas practicadas con todas las imperfecciones que pueden aceptarse de un principiante. Mis hormonas no entendían de represión. A pesar del velo oscuro y pecaminoso impuesto por el aparato ideológico (la escuela, la Iglesia y los medios) sobre el sexo y el placer en general, una terrible dureza adquiría mi pene cuando aparecía la mujer maravilla (Linda Carter) en la televisión. En mi casa ni las bombachas de las féminas de la familia se exponían a la vista de los varones, en la calle las mujeres paseaban cubiertas por vestimentas antisensuales y las compañeras de la escuela se enfundaban en holgadas pilchas cuando no se ponían el largo guardapolvo de moda en la época. Así era la moda, eso enseñaban los padres, los maestros, los curas y las vecinas chismosas. Según tengo grabado en la cabeza, la mujer maravilla iluminaba las miradas, revolucionaba mi interior sin mas armas que la insinuación de los dotes naturales de su cuerpo. La mujer maravilla marcó definitivamente mi vida y la de Natalia. Veinticinco años después, suele visitarme en casa disfrazada igual que la primera vez, en el frío salón de actos de la escuela del barrio en el que mis viejos me criaron.

Proceso invertido

Piedrito me preocupa, a diferencia del resto, nació grande y se fue haciendo más chiquito. Si sigue así va a desaparecer el pobre Piedrito.

Respeto

"De qué vale el respeto sin pasta que lo sustente" (Payaso Krosty)