Postal

El solcito se animó a calentar la mañanita de finales de marzo, cuando el reloj se arrimaba a las 8,30, una hora y media después de la diaria tortura de apagar el despertador y escaparme, prácticamente inconsciente, de las caricias de las suaves sábanas que cubren mi cama. Una brisa del Sur amenizaba la convivencia y despejaba absolutamente el cielo, invitando a tirar hacia atrás la cabeza con los ojos bien abiertos permitiéndole una salida al alma rumbo al encuentro con su alimento vital retaceado a límites insoportables mientras permanece encerrado en las fronteras del cuerpo y la mente.

Viví tales sensaciones gracias al vaciamiento de contenido que mi ansiedad le propinó a la caja de 20 Phillips Morris adquirida en la noche previa con la idea de encontrarla bien poblada de rubios con filtro marrón al despertar. Sin esa circunstancia, hasta al menos dos horas más tarde no hubiese ni siquiera pensado en dejar la oscuridad del rincón de la casa que cobija mi actividad laboral.

Afuera, haciendo juego con el desinteresado obsequio de la naturaleza, un ejército de niñas al servicio de los comerciantes desplegaba su belleza y la mercadería en las veredas. El quiosquero de al lado de casa barría el terreno en el que colocaría mesitas, sillas y la esperanza de recaudar unas monedas más con las bebidas. Y un pibe muy chiquito, enfundado en una camiseta del Chaca que le caía hasta las rodillas, cantaba que “si sos del Tomba te querés matar…”, ante la mirada cómplice y satisfecha del cuidador de la playa del supermercado.

Pasé absolutamente desapercibido para casi todos, no así para los ojos tristes de Giuliana, que me divisaron a una cuadra de distancia y no cambiaron de objetivo hasta tenerme enfrente.

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